Hace
más de doscientos años que surgió el concepto de “la mano invisible” que regula
y corrige absolutamente todo en el mercado. La maximización de los beneficios
se ha vuelto un dogma de fe en el mundo empresarial, y conceptos como “efecto derrame” siguen aun profundamente internalizados en las neuronas de empresarios
y profesionales que hoy ocupan puestos directivos en las empresas. Un dólar más
para el otro significa un dólar menos para nosotros. No crecer da más miedo que
una enfermedad terminal. Penetrar la “base de la pirámide” y diseñar la
obsolescencia programada del portfolio de productos (ver vídeo abajo o versiones más cortas) se ven como éxitos del marketing. Aparece
el doble estándar. Los sindicatos se ven como un obstáculo para la maximización
del beneficio. Derrotar a la competencia para no ser derrotado se convierte en leitmotiv. Los empresarios tienen peor
reputación que los políticos. Salvo destacables excepciones, creo que se la han ganado.
Bajo
este credo, se ha hecho muy difícil el avance de la responsabilidad social. La
necesidad de justificarla a través de resultados económicos ha contenido su
progreso. El principal problema es la dificultad de plasmar mejoras
cualitativas y de largo plazo en un cuadro de resultados. Por ello aparece los
conceptos de “sustentabilidad” (poder mantener el resultado económico en el
largo plazo) o “creación de valor compartido” (intentando reflejar que
mejorando el contexto, mejora la situación de la empresa).
Al
no poder reflejar los resultados de manera tan clara, comienzan a aparecer los
grises. Se realizan iniciativas por temas de reputación, respuesta a acciones
de activistas, o a reclamos de sindicatos, gobierno o comunidad. El estímulo
fundamental por el cual las empresas realizan acciones de RSE se diluye, sin
quedar bien claro cuál es la motivación subyacente detrás de esas acciones.
Por
citar un ejemplo, en la industria manufacturera se está haciendo cada vez más
hincapié en el tema de seguridad de las personas, intentando medir su impacto
económico, con escaso éxito. Pero la cruda realidad en algún punto enfrenta a la
seguridad con la productividad. Realizar los procedimientos de seguridad lleva
tiempo. Posponer una tarea porque las condiciones de trabajo no son seguras
cuesta dinero. El recurso para supervisar a un contratista es mejor utilizado
si nos ayuda a producir más. Es infinita la cantidad de casos en las que se
pregona sobre la seguridad, pero los sistemas (evaluaciones, promociones,
llamados de atención, pedidos de explicaciones) luego van por otro lado. La
productividad paga cash. La seguridad, a plazo.
Latinoamérica
es la región más desigual del planeta. Con los sectores más pobres creciendo de
manera más acelerada la tendencia pareciera difícil de torcer. Cada vez menos
ricos con más riqueza. El efecto derrame no parece llegar nunca. La deteriorada
y rivalizada relación patrón-sindicatos vuelve todo aún más complicado.
Sindicalistas corruptos, activistas con intereses espurios.
Entonces…
¿qué hacer? Hay un caso que recientemente me llegó y me pareció muy
ilustrativo. Se trata de Du Pont, hoy referente en temas inherentes a la
seguridad industrial. En sus inicios manufacturaban pólvora. Dado que la
seguridad fue de vital importancia para los Du Pont, la familia Du Pont vivía
en la fábrica compartiendo los riesgos con sus empleados;. Tenían una regla de
oro: “ningún empleado entrará en un molino nuevo o reconstruido sin que algún
miembro de la familia o de la dirección haya probado personalmente su
funcionamiento”.
El
concepto me parece contundente. Si cuando tomamos decisiones, las tomáramos
pensando que los afectados por esas decisiones serían nuestros padres, hijos y
hermanos, tal vez las cosas serían diferente. El caso de cuidar el planeta para
las “futuras generaciones” es un concepto también distante. No lo cuidamos de
igual forma que nuestro propio hogar. Creemos que alguien más se ocupará de
hacerlo. Y ni hablar de nuestro comportamiento como clientes. Los esquemas de
ajuste del capitalismo dependen de nuestro rol como clientes. Tenemos que ser
clientes responsables. Si no nos gusta la obsolescencia programada, la mejor (y
quizás la única) herramienta que tenemos hoy a mano es la de no comprar.
Por
eso creo que la solución tendrá que venir por el cambio conceptual con el que
debemos empezar a tomar decisiones. Hoy ya existe una conciencia más ética de
qué es lo correcto. Y mientras esta conciencia va introduciéndose en las
empresas y en la sociedad, seguirá dependiendo de que cada uno desde su lugar
haga su esfuerzo. Activistas, sindicatos, patrones y directivos. La mano
invisible no existe. Tenemos que levantar la mano y decir presente en nuestra
función y en nuestro rol. El efecto derrame podría transformarse en vasos
comunicantes. Depende de todos.