martes, 16 de julio de 2013

Chau, Ariel. Hasta siempre. Gracias por todo.


No me conocés. No me viste nunca en tu vida. Paradójicamente, yo sí te conozco. Cómo no conocerte, si crecimos juntos… Con los ídolos, la relación es así. Uno siente que si se lo cruza en un pasillo, lo saludaría como quien saluda a un familiar o a un amigo de la infancia. Por eso, siento que nos conocemos.
 
No tenés idea lo que generaste en tantos otros como yo a lo largo de todos estos años. En mi corazón rojo y blanco, el lugar más grande te lo ganaste vos. Ese lugar especial se lo birlaste a Enzo, a quien también lo tengo en el olimpo de mi alma. No hay muchos más… Al menos, no compartiendo ese status de ídolo contemporáneo, carismático, sencillo y humilde que arranca sonrisas con el sólo hecho de entrar a una cancha de fútbol o de pararse frente a un micrófono. A futuro, es prácticamente imposible que alguien te  pueda arrebatar ese lugar de privilegio. A decir verdad, el fútbol sin tu alegría ya me empieza a dar un poco de tristeza. Quizás sea la edad, vaya uno a saber.
Tengo enormes y muy gratos recuerdos de toda tu carrera. Tus primeros pasos con esos enganches de hasta tres o cuatro por jugada antes de tirar un centro. Tus goles en la Bombonera. Un golazo a Talleres de Córdoba en el Monumental. Asistencias a Enzo y a Crespo. El golazo a Ferro luego de que nos pasara por encima la Juve en la final de la intercontinental. La libertadores 96 completa. Valencia, Sampdoria, Parma, Fenerbace, Independiente Rivadavia. Verte con los colores de Newell’s fue raro, pero igual me alegré por vos. All Boys y Defe. Aquel gol a San Lorenzo relatado por Lito me hace emocionar cada vez que lo veo.
 
Me acuerdo también estar en la cancha el día que jugábamos contra Racing y Ramón te quería sacar. No saliste y se armó revuelo. Gracias a la viveza del Diablo Monserrat se resolvió sin mayores discusiones. Era como si supieras que ese día River, como tantas otras veces, te necesitaba. Te quedaste en la cancha y la descosiste. Toda. Goles y enganches made in Ortega. Me acuerdo también el día del 3-0 en la Bombonera. Víctor Zapata, ya de noche y consumada la fiesta, contaba cómo vos organizabas todas las jugadas por medio de chiflidos, marcando el tiempo para que nadie hiciera una de más. Me acuerdo también de la selección. Los mundiales. El penal a Van der Saar que no fue… Vaya uno a saber por qué… Era más fácil que te cobren penal a vos que nos dieran el gol con la mano de Diego en el 86´… Pero la historia quiso que no fuera. Más acá, recuerdo también que la última vez que salimos campeones fue gracias a tu magistral aporte. Buonanotte hizo como 12 goles de tu mano. El campeonato siguiente se fueron Carrizo y vos y salimos… últimos. Fue el principio del fin…
También me acuerdo, no sin dolor, de la parte triste de tu vida. La prisión emocional de Turquía. Los problemas fuera de la cancha. Los periodistas disfrutando el escarnio público. Esos mismos que tantas veces se llenaron la boca elogiándote. Y la gente mal intencionada que se olvidaba que atrás del Burrito-jugador, hay un Burrito-persona. Que tiene una familia por detrás. En Argentina, la desgracia ajena se disfruta por sobre la gloria propia. Pero si en algo se sustenta la idolatría, es en la incodicionalidad. Eso explica que en esta etapa el vínculo se hiciera más fuerte. Durante esa etapa en el ostracismo (con la prohibición de la FIFA para  jugar) me acuerdo de buscar ansioso la noticia que más tarde llegaría. Esa que decía que se arreglaba la suspensión y podías volver a jugar.
Los vaivenes siguieron varios años más. Y nos fuiste acostumbrando a la ruleta emocional, pasando de la euforia a la amargura con tan solo una foto de algún imbécil vanagloriándose de encontrarte de rodillas, tras un nuevo tropezón. Y lo futbolístico pasó a un segundo plano. Los que te queremos, queríamos verte bien. Feliz. Sin importar que  no pudieras regalarnos más gambetas.
El sábado te despediste. Como tantas veces. Pero en las anteriores sabíamos que en algún momento ibas a volver a casa a deleitarnos con tus amagues. “Se va uno de los últimos grandes ídolos”, rezaba una placa. Me hizo dar cuenta que este fútbol argentino en constante emergencia nos está dejando sin una de las cosas más lindas que tiene el fútbol: nuestros ídolos. Verón nos regalará otro semestre. A Román no le queda mucho. Me cuesta imaginarme tipos que jueguen tanto tiempo y tan bien en nuestro fútbol vernáculo. El fútbol argentino no sale de terapia intensiva. Y nadie parece darse cuenta. Hace  poco veía gente llorando por un descenso. No la entiendo. Es un momento duro y amargo, pero no para llorar. Si llorás por algo así, es  evidente que en tu vida nunca te pasó nada doloroso en serio. Yo no lloré cuando nos fuimos a la B. Tenía bronca, sí. E impotencia. El sábado, en cambio, no pude contener las lágrimas. Veía tus canas en esa cara que parece siempre de veinte años. Ese mentón salido, producto de tanto reirte y sonreir. Siempre con buena onda. Admirado y querido por pares, y muy respetado por rivales. Nunca te la creiste. Nunca un comentario de mala leche. Amigos en todos los clubes. Dejando una impronta en la gente a la que te rodeó. En eso también sos ídolo. Porque nunca dejaste de ser Ariel de Ledesma.
No estoy para juzgar qué cosas hiciste bien o mal. No me interesa ni tengo autoridad alguna. Demostraste que sos humano como todos y como ninguno a la vez. Si no hay grandeza en caerse, sí la hay en levantarse.

Es por eso, Ariel querido, que sólo quiero decirte GRACIAS. Y de corazón te deseo que vivas mucho tiempo más y puedas disfrutarlo con tus seres queridos. A los que vos querés, obviamente. Porque los que te queremos somos tantos que no te alcanzarían ni cien vidas para estar un minuto con cada uno de nosotros.